El corazón late con calma, mientras un viento constante e incesante revela cajas de variados tamaños: unas diminutas, otras imponentes. Estas cajas emergen en nuestra realidad, mientras algunas existen en dimensiones alternas. Unas elevan los pisos hacia el cielo, otras los hunden hacia la tierra. Entre ellas, las encontramos pintadas y decoradas, y otras que ostentan una aparente grandeza.
Existen cajas en barrios humildes y en sectores acomodados, cada una con su esencia, o en búsqueda de ella. Variadas en tamaño y propósito, cada caja representa una realidad, forjando creencias en torno a ellas. Somos nuestras cajas, moldeadas y transformadas con el tiempo, integrando esencias y mostrando debilidades. Ellas son nuestro refugio, donde frecuentemente encontramos tranquilidad, amor y odio, guerra y paz, en una dualidad como el yin y el yang.
Las cajas reflejan nuestra infancia, imaginación y esencia, siendo también el lugar al que, aunque crezcamos y parezcamos abandonar, una parte de nosotros permanece eternamente. Son espejo de vida y muerte; fuera de ellas se enfrenta el miedo y la confrontación, pero en su interior se encuentra amor y protección.
Existen infinitas variedades de cajas, cada una cumpliendo con una función esencial: forjar nuestra identidad. Aunque vivimos rodeados de cajas, salir de ellas nos distingue. Nuestro hogar principal, aquel lugar al que ansiamos regresar, simboliza amor genuino, identidad y pertenencia. Es el compañero en nuestra transición de la caja paterna a la de nuestras propias creencias.
Las cajas son refugio de creencias que nos limitan o nos potencia. Nos otorgan propósito, porque el solo hecho de estar dentro, nos invita a salir a explorar. Explorar significa ser. Las cajas son un lugar de seguridad y confort pero a la vez reflejan una debilidad interior impulsada por la falta de luz
En definitiva, hay una caja a la que todos llamamos hogar, a la cual regresaremos incontables veces, para revivir al niño que llevamos dentro, en un ciclo eterno de amor y vida.