La identidad es fundamental. Nos definimos al elegir ser esa persona que, mediante una introspección profunda, busca un rumbo propio, distinto de los caminos convencionales. No buscamos el norte genérico, sino el norte que resuena con nuestra esencia, con quien soy, quien deseo ser, quien elijo ser. Este norte personal requiere autoconocimiento, pues ¿cómo podré definir mi destino si desconozco mi propia naturaleza? ¿Cómo decidir qué anhelo si no he reflexionado sobre mi ser interior para descubrir mi esencia?
En contraste, el ego se presenta como una faceta de nuestra identidad, pero es engañoso. Optamos por construirnos en función de elementos externos, buscando aprobación social, y guiados por valores e intereses ajenos a nosotros. El ego nos seduce, haciéndonos creer que la validación externa define nuestro ser. Así, caemos en la trampa de adquirir bienes ostentosos y de anhelar siempre más, creyendo erróneamente que esto nos brinda un estatus social.
Nos convertimos en zombis digitales, atrapados en una ilusión colectiva, alejándonos de la introspección necesaria para cuestionar nuestra autenticidad y deseos. El ego, con su ilusoria ruta hacia la comparación y el reconocimiento social, nos distrae de nuestra verdadera búsqueda.
El verdadero estatus social deriva de lo que somos, de nuestra singularidad. No existen dos individuos idénticos, y mirar hacia fuera solo nos distancia de nuestra verdadera naturaleza, creando una dependencia de la aprobación externa. Pero, ¿qué valor tiene un estatus que solo existe en nuestra mente y que depende de factores fuera de nuestro control?
El problema radica en nuestro interior, en la discrepancia entre nuestro ser auténtico y la fachada que mostramos al mundo. Aspiramos a ser alguien que no somos, y esos fundamentos son frágiles porque son meras imitaciones. Solo al derrotar al ego y fomentar el autoconocimiento, podemos comenzar a edificar un legado sólido y distintivo en este mundo uniforme y desafectado.